Según indicó Obama en una entrevista a CNN el lunes, Estados Unidos es ahora más seguro que antes del fatídico día de los ataques de Al Qaeda sobre Nueva York, Washington y Pensilvania, y aunque aún existen amenazas, abogó por "no actuar precipitadamente", una de las lecciones de una década de conflictos.
El 20 de septiembre de 2001, aún con Washington y Nueva York humeantes y en estado de shock, los talibanes en Afganistán intentaron evitar en un último momento el inicio de los bombardeos estadounidenses sobre su territorio pidiendo a Osama bin Laden que abandonara el país, donde se refugiaba.
Pero para la Casa Blanca de George W. Bush era tiempo de la "acción, no de las palabras", pese a que aseguró en un primer momento que entregar a Bin Laden y otros operativos de Al Qaeda evitaría la guerra. La opinión pública apoyaba en un abrumador 90 % los bombardeos.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001, el ataque más grave sobre suelo estadounidense, justificaron una respuesta militar, policial y política sin precedentes.
Esa predisposición para la acción hace 12 años se ha agotado, a juzgar por cómo Obama y el Congreso dividido están gestionando la respuesta al supuesto uso de armas químicas por parte del régimen de Bachar al Asad.
Ahora el presidente y su equipo han medido muy bien sus pasos a la hora de avanzar hacia una intervención militar en el extranjero, para la que terminaron pidiendo la autorización del Congreso, cuyas deliberaciones se han puesto inesperadamente en suspenso en espera de una solución diplomática.
"La historia nos ha enseñado que los conflictos en Oriente Medio no son simples, fáciles o limpios. Una intervención como la de Siria tiene que suponer una alta amenaza para la seguridad nacional e intereses diplomáticos y morales y esto no se cumple en Siria", escribió en una columna de opinión este lunes la congresista Tulsi Gabbard, veterana de la guerra de Irak.
Que estos son otros tiempos lo demuestra la rápida acogida en Washington de la propuesta rusa para que el régimen sirio, acusado de matar a más de 1.400 personas con armas químicas a finales de agosto, evite un ataque militar de castigo si accede a un plan de desarme borroso y con pocas garantías.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 aún estaban frescos en la mente de los estadounidenses cuando en 2003 la Administración Bush atacó Irak con un 73 % de apoyo público, con el argumento, que se demostraría infundado, de que su presidente, Sadam Husein, era una amenaza para la seguridad nacional por poseer armas de destrucción masiva, entre ellas armas químicas.
Precisamente el desencadenante de esa guerra fue el incumplimiento a finales de los 90 por parte del régimen iraquí de sus compromisos de desmantelar bajo supervisión de la ONU sus arsenales.
Con un 55 % de la opinión pública en contra de intervenir en Siria, ese tortuoso proceso de control y destrucción de armamento podría repetirse, porque como dijo esta semana el secretario de Estado, John Kerry, "es claramente la opción preferible" si se logra con garantías.
Tras más de una década de guerra en Afganistán e Irak y más de 6.000 muertos, Estados Unidos prefiere evitar una acción militar de consecuencias imprevisibles, consciente de que la opinión pública no quiere volver a embarcarse en costosos despliegues de resultados poco tangibles.
En opinión de Obama, "a lo que hemos asistido en la última década (desde el 11S) es al heroísmo de nuestras tropas, a los enormes sacrificios de ellos y sus familias".
No obstante, advirtió también el presidente, las principales amenazas de Estados Unidos seguirán estando "especialmente, fuera de nuestras fronteras".
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